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Enfrascado

por Jorge (Cuque) Sclavo

Cuando uno llega a cierta edad, se acostumbra a que las enfermedades le vengan cayendo de arriba y hasta que se las regalen los laboratorios de análisis, como si fuesen agendas o bolígrafos.

Es el otoño de nuestra vida, las hojas caen. Sobre todo las del recetarlo médico sobre su escritorio, luego de la consulta. Las hojitas se dividen en dos. Por un lado están las que nos ayudan a ir tirando, por otro, están los análisis que se preguntan a sí mismos y a nuestro médico: ¿Cómo podemos seguir viviendo con todo eso que ellos descubrieron?

En realidad, las recetas son como ilusiones, unos caramelos para que nos portemos bien, sigamos obedeciendo al régimen y no vayamos a molestar al médico, cuando debiéramos estar de lo más entretenidos con los análisis.

Como hipótesis de trabajo, digamos que un laboratorio es a un paciente lo que una mesa examinadora a un estudiante. Uno no sabe qué bolilla va a salir o siempre está en desventaja con ese examen de múltiple opción al que le faltan las respuestas. Ellos, en tanto, lo tienen todo: máquinas, computadoras, reactivos, agujas, microscopios, tomógrafos, etcétera. Uno, en cambio, que pone lo esencial, que es la materia prima y que debiera ser la estrella máxima, no vale nada. Al fin y al cabo uno les está dando vida y ellos se limitan a responder por qué no deberíamos estar vivos con los índices brutales de colesterol malo, cuantiosos triglicéridos y ominoso ácido úrico. Luego de aprender la medicina en mí mismo, he comprendido que la salud es un estado transitorio cuya duración va desde que el médico nos dio aquellos papelitos amarillos y volvimos con estos rosados y blancos, un poco más grandes.

Los laboratorios son lugares de concentración, sobre todo, no sé por qué, los lunes. Las gentes se agrupan allí, apretujadas, asustadas como ovejas. Siempre tienen calor. Como uno tiene que concurrir al alba y en ayunas, va tan abrigado que al mediodía está en pleno striptease. Cuando recién aclaró, uno retira un número que invitablemente pierde como diez veces, entre que se sacó la campera y la bufanda y no sabe si lo dejó en el bolsillo de la camisa o en los del pantalón, mientras hacíamos delicados y complejos malabares para que no se nos cayese el frasquito de la orina. Finalmente hacemos la cola, pagamos y nos sentamos junto a un hermoso bebé que insiste en pintar nuestra barba con su chupete. Lo evitamos, dándole muy cortésmente el asiento a una noble anciana sin frasquito, la cual resulta ser la esposa de un señor que, de pie, sí tiene frasquito y nos reconoce. En una incómoda ceremonia de ropas y frasquitos nos saludamos. Ambos, nerviosos, sabemos que allí comienza uno de los momentos más angustiosos de la jornada. Ni los pinchazos ni el electro pueden ser tan tremendamente embarazosos. No es imaginable otra situación tan terrible como la de dos hombres adultos, con los abrigos en una mano y sus frasquitos en la otra, intentando establecer cualquier posible diálogo. Nos sentimos incómodos, desnudos como en los sueños, portando ese frasquito que exhibe públicamente nuestras intimidades. ¿Se han preguntado, alguna vez, de qué pueden hablar dos hombres adultos en semejante circunstancia?

-¡Linda su orina! ¡Parece limpita!

-No crea. La suya también. ¡No se me achique!

-No sé. Yo la noto un poco oscura.

-¡Bahh! De repente eso no quiere decir nada. ¿No habrá comido remolachas, no?

-No. No comí remolachas.

-Le digo, porque yo tengo un primo, el Lolo (se llama Luis pero le decimos Lolo), que una vuelta, cuando lo iban a operar de apendicitis, la orina le salió roja y se pegaron bruto julepe. Después resultó que había comido remolachas la noche anterior.

-No. La mía no es roja. Es un poco oscura.

-¿Pero no es turbia?

-No. Turbia no. Si tiene un minuto se la muestro.

-Como no. Después miramos la mía.

-Mire, oígame. Yo no soy ningún especialista. Pero la encuentro bastante bien -dijo el hombre después de levantar el frasquito y agitarlo delicadamente. Luego, le di para que sostuviese mi abrigo y agité su frasco. Era clarita como el agua.

Fue entonces cuando un muchacho, al vernos tan ensimismados, se nos acercó y, entre curioso y tímido, me preguntó:

-Diga, Doctor. ¿No me podría revisar la mía?

Al poco rato ya se había formado, a nuestro alrededor, un corrillo de gentes que con sus frasquitos nos consultaban sin darnos abasto. Algunos de ellos se iban conformes. Otros querían una segunda y se intercambiaban sus frasquitos hasta que debió intervenir un empleado quien desde la ventanilla ordenó:

-Señoras y señores: a ver si dejan de jugar con los frasquitos porque vamos a empezar.

Fue así que, nuevamente obedientes, nos pusimos en fila, cada cual con su frasquito. Ahora, en silencio. Estábamos avergonzados por habernos mostrado nuestras desnudeces. Me sentí incómodo, aunque no con el primer veterano. Con él había una relación más profunda.

-¿Usted viene por un chequeo general?

-No. Hace un tiempo que vengo sintiendo una puntada del lado derecho del estómago.

-¿Del derecho dijo? Ese es el punto Mac Burney. En fija que es, ¡apendicitis! -dijo el veterano con una autoridad suprema que me calentó un poco por su erudición.

-¡Pero no! Si a mí me extirparon el apéndice cuando tenía 12 años.

Le mentí. Tengo apéndice. Lo que pasa, es que a mí siempre me dio vergüenza llegar a esta edad sin que me la operaran, como a todo el mundo.

-Y bueno -dijo el veterano- a lo mejor me equivoqué. Pero ¡cuídese!

Y allá se fue con su frasquito. Nunca más lo vi.

Y no me van a creer, pero desde hace unos días siento como un dolor del lado derecho del estómago... ¡es como una puntada!

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