Barsabás Ríos

(1900-1978)

Emilio Laca

I

Barsabás Ríos, murió bruscamente y en silencio, como había hecho estilo de proceder en la vida, el 29 de mayo de 1978, porque se le paró el corazón, al son del cual vivió 78 años.

Nacido el 11 de diciembre de 1900, creció inmerso en la atmósfera fermentante de su numerosa y prestigiada familia, en su pueblo, Tacuarembó. Cursó su carrera en la Facultad de Medicina de Montevideo y se hizo médico cirujano a los 26 años. Enseguida y como con premura, casi solo, se dispuso y se puso a operar en el Centro-Norte del país, pudiendo afirmarse, sin exageraciones ni lirismos, que mojonó rápidamente y por vez primera los ámbitos de la cirugía moderna en el área de su influencia. Y decir que un hombre, con su quehacer diario y en virtud exclusiva del mismo, crea un área geográfica de influencia propia y personal, aunque pareciera mucho, en este caso es apenas decir lo justo.

Es probable, casi seguro, que tuviera precursores, siempre los hay, pero provisto de una espiritualidad y robustez física de un vigor excepcionales, fue capaz, sin quererlo y fatalmente, de erigirse en el pionero de la Cirugía del área señalada de nuestro país. Es decir, fue explorador y fundador, trazó caminos y asentó bases en territorios y circunstancias quirúrgicas desconocidas para el lugar y el momento.

II

Para ser capaz de tal empresa, fue menester que, amamantada su disciplina en las mejores fuentes montevideanas, se largara de regreso a sus pagos, bien provisto de cabeza y manos, para operar por el resto de su vida, penetrado por una vocación esclavizante y un fino discernimiento autodidacta. Aprendió a operar y enseñó a operar, todos los días, como cosa natural, con urgencia y voracidad, con amor disimulado y profundidad desconocida. Su caletre y su cirugía, su convicción y su lirismo, le impulsaron a prestar servicio como cirujano de guerra en la confrontación del Chaco bajo bandera paraguaya, lo que reafirmó y grabó en forma indeleble el mote popular de “el paraguayo Ríos”.

Miserias y virtudes tuvo, como buen hombre que fue, condición tal que nunca desdeñó, pero que se ocupó y preocupó en pulir, enmendando las primeras y desarrollando las últimas al máximo permisible de su capacidad y entorno. Consideró su tarea una artesanía, arte soterrada, valga su expresión, de la cual se regodeaba íntimamente, logrando en ella tal calidad de producción que muy justo le cabe el título de Maestro-Cirujano.

Fue docente sempiterno y sin título, que se pasó enseñando al andar, porque sí y por nada, y en silencio, ya que como artesano, Maestro-Cirujano que era, no necesitaba hablar. Mostraba lo que hacía, a quien lo quisiera ver, mientras hacía lo de todos los días, sin obligar a nadie y sin montar la escena, con la honestidad que sobrepasa los límites de lo habitual, mostrando a la par los aciertos brillantes de su manualidad creadora y los errores fatalmente inherentes a quien crea. Fue su honestidad tal que, a veces, pensamos, rayaba en la impudicia, ya que actuaba al desnudo, sin esconder nada de su arte. Y no era un ingenuo. Dejándonos ver sus errores, nos impidió cometerlos: teniendo la rara valentía, no la inconsciencia, de equivocarse en los rumbos inexplorados en busca del camino cierto, solitario, sin avergonzarse y sin disimulos, soportando en sus soberbias espaldas el fracaso y la culpa, con dignidad y sin doblegarse.

Enseñó el qué, el cómo y el cuándo de la cirugía, son sequedad y alguna palabra que rezongaba más que pronunciaba. Sus merecimientos, que fueron muchos, le llevaron a desempeñar con naturalidad y sin esfuerzo los cargos de mayor significación con que cuenta la cirugía nacional: Presidencia del 19º Congreso Uruguayo de Cirugía, Jefatura de Servicio de Cirugía del Hospital de Tacuarembó del Ministerio de Salud Pública y otros.

En 1953 presentó al 4º Congreso Uruguayo de Cirugía su magnífico relato sobre equinococosis hepática que fue material de consulta obligado durante muchos años.

Al final de un trajinar quirúrgico de casi 50 años, los hombres a través de la ley, le obligaron a retirarse, por supuesto que contra su voluntad, que aún era desbordante y que lo hizo obstinado hasta la terquedad y trabajador infatigable.

Desde temprano vivió consciente de su propia muerte, como hecho natural y por lo tanto sin angustias que le trabaran, lo que le permitió esgrimir una auténtica actitud de mortal y comportarse como tal, sin las espúreas grandezas de los que no han logrado la patencia de la nada. En los últimos días que nos tocó, en muy modesta parte, ayudarlo a vivir, lo vimos recogido sobre sí mismo, física y espiritualmente; es decir, ensimismado, como si estuviera ayudado para ello por su sordera, su ojo único, la uremia y la diabetes, males que ignoró solemnemente.

Y para concluir su ciclo, a semejanza de la imagen que se había construido de sí mismo, nos dio, el último día, ejemplo de voluntad y fortaleza, concurriendo y discurriendo como el mejor en una reunión de camaradería.

Para terminar le hacemos decir a Sartre de Barsabás Ríos, lo que dijo de Camus: “...reconocemos en esta obra y en la vida que no es separable de ella, el intento puro y victorioso de un hombre que luchó por rescatar cada instante de su existencia al dominio de su muerte futura”.

V

Relato de Barsabás Ríos sobre “Equinococosis hepática – tratamiento”, al Cuarto Congreso Uruguayo de Cirugía (30 de noviembre al 5 de diciembre de 1953)

Los Congresos uruguayos de Cirugía iniciaron su actividad en 1950, con el Primero organizado bajo la conducción del Dr. Héctor Ardao, quien era por entonces un joven cirujano, profesor agregado del servicio del Prof. Abel Chifflet. Ese primer Congreso surgía luego que el Profesor Carlos V. Stajano, el Profesor Manuel Albo y unos pocos bien dispuestos colaboradores, fundaran en 1920 la Sociedad de Cirugía del Uruguay, y que le habían dado una vida rica y continuada, sin entrar a organizar esos congresos, que se harían un compromiso y una riqueza para la mejor tradición y educación permanente de los cirujanos de todo el país, sin distinciones entre Montevideo y el Interior.

El Cuarto Congreso, celebrado en 1953, tuvo entre sus temas centrales la Equinococosis Hepática – Tratamiento, y fue confiado su Relato al Jefe de Servicios Quirúrgicos del Hospital Tacuarembó, Barsabás Ríos, lo que implicaba un alto reconocimiento a sus merecimientos profesionales y personales. El correlato sobre Quistes Hidáticos del hígado abiertos en Vías Biliares, fue confiado a Eduardo M. Calleri, quien era médico-cirujano del hospital de Durazno. Dos exponentes de la mejor cirugía del interior, venían a volcar su experiencia en medio de la expectación de los profesores y colegas de todo el país y fundamentalmente de la capital. Barsabás Ríos iniciaba así su histórico relato 1:

Cuando el médico se propone tratar una equinococosis hepática toma partido en la lucha que se viene cumpliendo entre el organismo parasitado y el parásito, manifestada anatómicamente por una tumoración en determinado sitio del hígado, pero con expresiones clínicas, patológicas y biológicas que superan limitaciones viscerales.

Ya la localización hepática supone un primer acto defensivo del organismo, que detiene y da combate allí al agresor extraño y vivo el cual, a su vez, pone en juego recursos que acusan su capacidad de desarrollo, adaptación y supervivencia.

Pero, además de bloquear al parásito, intentando ahogarlo y aniquilarlo dentro de la barrera de reacción conjuntiva llamada adventicia, procura el organismo desembarazarse de él expulsándolo al exterior, por los canales biliares o bronquiales, proceso bio-patológico que, si bien daría una proporción despreciable de curas naturales por evacuación espontánea (Devé, Trousseau), conviene señalar como determinante de todas las situaciones evolutivas de los quistes, a tenerse en cuenta para el adecuado tratamiento.

TRATAMIENTO BIOLÓGICO

Sostenido fervorosamente por los continuadores del profesor argentino Calcagno, hasta llegar a darle prioridad sobre el quirúrgico, el tratamiento biológico es motivo de discusión en todos los Congresos de Hidatidosis.

En el de Azul, en 1948, se nombró una Comisión Internacional para estudiarlo, que aún no se ha expedido.

“El Tratamiento Biológico de la Hidatidosis” fue tema oficial en el Congreso de Santiago de Chile, hace un año. Sus relatores sostienen la posición, hoy generalizada, de que está indicado cuando la cirugía es impotente y en la hidatidosis múltiple, ósea y en las secuelas quirúrgicas.

Personalmente lo empleamos con las mismas indicaciones, las contadas veces que dispusimos de hidatidina. No damos resultados porque los tratamientos fueron siempre insuficientes, sin base para conclusiones.

Entendemos, de cualquier manera que el “no mata, no esteriliza, no elimina”, empleado para calificar la acción del tratamiento biológico sobre el parásito, es un cúmulo de negaciones demasiado simplista y algo demagógico, sin vigencia actual, y sintetizamos así nuestra opinión:

1º. Piden mucho al Tratamiento Biológico de la Hidatidosis quienes lo anteponen absolutamente al tratamiento quirúrgico, al que descienden a la categoría de recurso subsidiario.

2º. Niegan mucho al Tratamiento Biológico quienes desdeñan la utilidad de su empleo en el ajuste humoral preparatorio del paciente, para la obtención de un equilibrio orgánico indispensable, frente a las consecuencias alérgicas o tóxicas que pueden dimanar del acto quirúrgico.

3º. El tratamiento biológico y el quirúrgico de la hidatidosis deben ser tomados como complementarios y no excluyentes, dentro del margen de seguridad exigible a la terapéutica moderna.

TRATAMIENTO QUIRÚRGICO

Antes de entrar al núcleo del tema, destacamos un honroso precedente, debido al Dr. Luis Castagnetto, pionero de la Cirugía en el Interior, que en 1916 presentaba al 1er. Congreso Médico Nacional un trabajo sobre “El Quiste Hidático en Tacuarembó” con 29 observaciones reunidas en 8 años, en que se incluyen intervenciones por equinococosis hepática, pulmonar, abdominal y muscular.

Fundamos este relato en el estudio de 100 historias clínicas, de los servicios quirúrgicos del Hospital de Tacuarembó, a los que estamos vinculados desde 25 años atrás y dirigimos desde hace 15 años, con algunas de nuestro sanatorio privado.

En casi todos los casos nos ha tocado actuar directa o indirectamente, pero hemos procurado, en lo posible, tomar historias de cirujanos que nos han precedido o acompañado, para registrar conductas generales más que personales. Revisamos algunas de nuestros compañeros los Dres. Alberto Barragué, Clelio Oliva, Justino Menéndez, Elías Abdo, y hasta una del ilustre Profesor Domingo Prat, que nos hiciera el honor de actuar con su equipo entre nosotros durante unos días, y otras del distinguido miembro de la Sociedad de Cirugía del Uruguay, Enzo Mourigán, que dirigiera el Hospital de Tacuarembó en 1937, inculcando con su dinamismo y competencia disciplinas que han beneficiado la formación del personal técnico y auxiliar de aquel Centro Departamental, y a quien aprovecho esta oportunidad para significarle mi reconocimiento.

Desde luego, ese material sólo es parte del acumulado en el Hospital de Tacuarembó sobre Hidatidosis Hepática, pero lo estimamos suficiente para deducir conclusiones que –nos adelantamos a declararlo– sólo pretenden tener significación práctica, como que son el fruto de labor cumplida en medio exclusivamente asistencial.

Al final van resumidas las 100 historias clínicas que informan este trabajo.

VI

Éste era el introito de un largo relato desplegado a través de 52 páginas, con una abundantísima bibliografía nacional (141 fichas) que recogía desde las contribuciones de sus colegas del Departamento, de muchos departamentos del interior, y de los profesores y colegas de la Capital que habían hecho aportes sustanciales al tema.

En el Décimo Congreso Uruguayo de Cirugía, realizado del 9 al 11 de diciembre de 1959, le correspondió a Barsabás Ríos, hacer el Discurso como delegado de los cirujanos del Interior, lo que se había hecho ya una tradición dentro de la programación, como un reconocimiento al bien ganado prestigio de un conjunto muy calificado, aunque de bajo perfil, que en medio de las dificultades y la distancia, llevaban el beneficio de su arte a la población dispersa en el amplio territorio de la República. Así decía 2:

Me temo que conviene a mi discurso aquella prevención de Montalvo, cuando decía: “Dame del atrevido, dame del sandio, del mal intencionado no, porque ni lo he menester ni lo merezco”.

Represento a los cirujanos del Interior.

¿Pero es que hay en el país, una cirugía y unos cirujanos del Interior, diferenciables y diferenciados de una cirugía y unos cirujanos de la Metrópoli?

El asunto ha sido llevado y traído, de soslayo o directamente, a veces con amargura y no siempre con claridad. Vale la pena procurar esclarecerlo ahora y aquí: en esta casa que es nuestra, y frente a un auditorio que, estamos seguros, nos comprende y nos quiere.

Nuestra única y gran Universidad, que yo diría, aunque parezca paradójico, bendecida por laica, por democrática y por gratuita, con su Facultad de Medicina, señera por su mundial prestigio, nos hizo médicos. Y algunos de esos médicos, radicados en el Interior, nos hicimos cirujanos, disciplina de formación eminentemente postgradual.

Nos hicimos cirujanos, ¿por qué, dónde, cómo?

Nos hicimos cirujanos, obedeciendo a una entrañable vocación. Y tal vocación quirúrgica se ha revelado, ha crecido y madurado en el medio hospitalario. Salud Pública, esa otra hermosa institución gratuita nacional, nos dio sitio y ocasión para el ejercicio de la disciplina.

¿Y cómo nos hicimos cirujanos?

Desde luego, operando y viendo operar.

Autodidactas, ungidos por las circunstancias, pasamos a menudo de la técnica aprendida en el libro, a su ejecución en el paciente, sin cubrir las ayudas preparatorias de rigor a los veteranos, ni los ensayos en el cadáver. Pero siempre que nos fue posible, anduvimos caminos, mares y aires, para aprender en el país y fuera del país el oficio, con quienes sabían más, poseían mayor experiencia o, simplemente, lo hacían mejor. Sin prejuicios de fronteras, ni de clínicas, ni de escuelas, ni de doctrinas.

Creamos nuestras propias sociedades médico-quirúrgicas regionales, agrupando departamentos vecinos; organizamos reuniones periódicas, discutimos nuestras observaciones y publicamos revistas y boletines científicos.

Afán que encontró, asimismo, de parte de los maestros de la Facultad de Medicina, amplia y generosa réplica.

Todos ellos viajaron a nuestros lares, a darnos de lo suyo, su sabiduría y su fe. Mencionaré un solo nombre ejemplar. En el año 1942, don Domingo Prat, que acaba de cumplir los 50 años de su magnífica vida médica, pasó 10 días con el elenco de su servicio en Tacuarembó, enseñándonos clínica y práctica quirúrgicas. Y ya había hecho otro tanto en medio país.

Aquellos maestros que habíamos invitado con cierto recelo y timidez, nos abrieron a su turno de par en par las puertas de sus clínicas y quirófanos, y allá volvimos, discípulos pródigos, a renovar el nunca terminado aprendizaje.

Tal vez nació así y ahí está, sólidamente acreditada en el ambiente científico nacional, esa grandiosa institución de la Escuela de Graduados de la Facultad de Medicina, a la que concurrimos asiduamente egresados, jóvenes y viejos, con pareja apetencia de conocimientos.

Tal el clima de inteligencia y superación que ya dominaba de años el ambiente quirúrgico nacional, maduro para más ambiciosas realizaciones; clima que la Sociedad de Cirugía del Uruguay captó correctamente, y la visión y empeño del Dr. Héctor Ardao –a quien me complazco en expresar mi enhorabuena–, plasmó en hechos, fundando en 1951, los Congresos Uruguayos de Cirugía. A esos congresos los cirujanos del interior pusieron el hombro desde el principio. Y si en el orden técnico el valor de sus colaboraciones puede ser cuestionable, debe concederse que en momentos de crisis, su presencia y entusiasmo afianzó la suerte de estos congresos, y contribuyó a darles la honrosa impronta que, año a año, graban en el acervo científico rioplatense.

Entendemos que viene al caso, al inaugurarse el Xo. Congreso Uruguayo de Cirugía, valorar el fruto de esta ya vieja convivencia científica, trascendida en amistad personal, que hemos historiado, entre los cirujanos del Interior y sus maestros capitalinos.

De nuestra parte, diremos lo que hace hoy la cirugía de tierra adentro, menos con el ánimo de lucirlo, que con el propósito de despertar la atención de quienes corresponda sobre lo que resta por hacer.

Bastaría remitirse a los partes mensuales que recibe puntualmente el Ministerio de Salud Pública, para estimar con absoluta objetividad el número e importancia de las intervenciones que se realizan en los Centros departamentales y deducir las conclusiones pertinentes. Pero me atrevo a adelantar que en ciertos centros del interior del país, y en el orden de la cirugía general, se sirve una asistencia tan solvente como la que pueda prestarse en cualquier parte. Y tal aserto desafía las más rigurosas confrontaciones estadísticas.

Para lograr semejante resultado los cirujanos del Interior, que se dieron a la obra, además de atender a su individual preparación técnica, debieron crear las condiciones ambientales propicias. Montar por sus propios medios, y promoviendo la ayuda popular, instalaciones e implementos adecuados en sus respectivos servicios hospitalarios. Y formar el equipo técnico indispensable con laboratoristas, transfusionistas, anestesistas, ayudantes y personal secundario capacitado.

En lo que refiere a la atención privada han sido superadas las antiguas casonas de precaria adaptación sanatorial, que tuvieron razón de ser en tiempos de la cirugía heroica, y reemplazándolas por sanatorios modernos, con el confort y el equipamiento que imponen el actual adelanto quirúrgico, y la propia estimación del cirujano responsable y digno.

Con la base de estos elementos, que hemos señalado: cirujanos de carrera con dedicación total a la especialidad, equipos técnicos complementarios, y establecimientos e instalaciones adecuados, el Interior está haciendo su parte para proveer una asistencia quirúrgica que a la vez acredita la función técnicosocial del médico, y hace un inmenso bien al país.

A seguidas destacamos que este intento de reivindicar a la cirugía del Interior no va en desmedro de la cirugía docente de Montevideo.

Decía Morquio, en 1930, en su discurso inaugural del Congreso Médico del Centenario, que: “Una Facultad de Medicina vale cuanto vale su cuerpo docente”. Y yo agregaría que ese valor se mide por el rendimiento asistencial de los médicos que esa Facultad produce.

Ergo, cuando ponderamos la medicina que se da en el Interior, estamos honrando y haciendo justicia a los maestros que ayer nos enseñaron, y a los profesores de hoy que, en todas las ocasiones, dentro y fuera de la Facultad, nos ayudan a lograr el pleno desenvolvimiento de nuestra capacidad y personalidad científicas.

Tenemos por obvio que, al menos en el Uruguay, no puede ser su radicación sino sus atributos personales, los que permitan situar en una eventual escala de valores, al cirujano. Si éste vive en la Metrópoli, pero remiso a las inquietudes científicas, voluntariamente aislado en su clínica y su quirófano, se afectará de limitaciones, rutinas y flaquezas insanables. Al contrario, será cada vez más cabal cirujano, aquel que, dotado de una fuerte inclinación vocacional, busque todas las oportunidades de mejorar su información y aptitudes, aún cuando esté radicado en la más mediterránea ciudad del Interior.

Pero si nos limitamos a quienes conocen y cumplen su deber, que hacen holgada mayoría, entendemos que, en definitiva, cuenta el país con una cirugía docente universitaria que ha ganado fama mundial y honra a la Nación; con una cirugía asistencial metropolitana de alta prestancia técnica y moral; y con una cirugía del Interior militante y decorosa, ligadas por el nexo de su común origen y el solidario empeño de permanente superación, que estos Congresos Uruguayos de Cirugía trasuntan fielmente.

¿Difieren? Sin duda. Diferencias de ambiente, de recursos, de posibilidades, de jerarquías y prestigios, que no se deben desconocer ni magnificar, y que no cuentan en el orden de las virtudes espirituales que hacen la individualidad del cirujano.

Lo que importa, sí, en cualquier situación, tiempo y lugar, es el equipo moral del cirujano, que debe ser objeto de especial alijo.

No admitimos el supuesto de sacrificio que se da como inherente a la medicina. La medicina, y en particular la cirugía, si se hace con vocación –condición indispensable para su ejercicio correcto– es arte, y el arte es creación y, por lo tanto, un menester placentero.

La faena quirúrgica, sin perder dignidad, puede ser gozosa, alegre, a veces hasta ufana. Las horas de angustia, las noches de insomnio, son contingencias propias de toda labor en que se ponga el corazón, y, asimismo, hitos señeros de la grandeza de nuestro quehacer, con una amable contrapartida en tantos momentos de satisfacción inefable.

Un severo sentido de autocrítica debe ser la virtud cardinal que oriente al cirujano.

La valoración correcta del propio acierto nos dará confianza en nosotros mismos y nos proveerá el aplomo que el oficio requiere. Pero hay que cuidarse del excesivo optimismo. Entre una operación óptima y otra apenas satisfactoria, cabe una vasta gama de soluciones intermedias, que pueden originar equívocos trascendentes y observaciones falsas, causantes a su vez, de una perniciosa autoestimación.

Y, sobre todo, debe jerarquizarse con severidad el propio error y su consecuente fracaso, hasta que nos llague el alma en humildad, y salve en nosotros la condición de hombres de bien, base prístina del cirujano integral.

Señoras y señores: Antes de ocupar la tribuna magna de esta casa, que nos diera hace 34 años el título de médico y las armas del cirujano, hemos estado revisando, por un escrúpulo de conciencia, el empleo que hicimos del uno y las otras. Admitimos haber dado a la colectividad menos de lo recibido, y esperamos de la vida oportunidad para cubrir el saldo deudor.

A los compañeros del Interior, integrados por su esfuerzo a la alta cirugía nacional, sólo nos resta felicitarlos.

Que sepan por ellos los demás, que la radicación en el Interior, lejos de restar posibilidades a la carrera quirúrgica, les ofrece espléndido material y ocasión propicia: que suelten amarras y se lancen adelante y se arrimen sin miedo a los astros de la docencia quirúrgica, de cualquier parte, que les iluminarán y les darán calor y, tal vez, les ayuden a encontrar la propia órbita.

Finalmente, a los compañeros de la Capital les decimos que, si en nuestro afán de poner en su lugar los fueros asistenciales de la cirugía del Interior, nos erguimos demasiado frente a ellos, eso nos permite inclinarnos desde más alto para señalar mejor nuestra reverencia a la ilustre cirugía metropolitana, a la que tanta enseñanza y tan buena amistad debemos.

Muchas gracias.

Estas palabras, auténtica expresión de su pensamiento, constituyen una lección de Historia de la Medicina y un fundamento para medir la modestia combinada con la grandeza; el arte con la moral; el reconocimiento a los maestros y la reivindicación del espacio propio. Este discurso podría ser leído con provecho por todos los médicos del país, de ayer, de hoy y de siempre, como testimonio de lo que puede realizarse, cuando hay vocación, inteligencia y nobleza.


1 Cuarto Congreso Uruguayo de Cirugía: 30 de noviembre al 5 de diciembre de 1953. Páginas 149 a 200, más nueve planchas de doble hoja con las historias clínicas correlativas.

2 Décimo Congreso Uruguayo de Cirugía, 9 – 11 de diciembre 1959, Tomo II, páginas 20 a 25.

/