Pestes, Comunidades y Médicos

Editorial de la Escuela de Graduados de la Facultad de Medicina

“En Avignon apareció la gran mortandad de enero de 1348, estando yo al servicio del Papa Clemente VI. Era de dos clases. La primera duró tres meses, con fiebre continua y esputos de sangre; y la gente se moría en tres días. La segunda duró todo el resto del tiempo, también con fiebre continua y con tumores en las partes externas, sobre todo en las axilas y en las ingles; y la gente se moría en cinco días. Era tan contagiosa, sobre todo cuando iba acompañada de esputos de sangre, que la gente la cogía no sólo por estarse cerca de un enfermo sino con solo mirarlo; de donde se siguió que la gente se moría sin que nadie la asistiera y recibía sepultura sin presencia de sacerdotes. Los padres no visitaban a sus hijos ni los hijos a sus padres. Muerta estaba la caridad y aniquilada la esperanza.

La llamo grande porque abarcó el mundo entero o poco le faltó para ello. Pues comenzó en Oriente, y arrojando sus saetas a través del mundo, pasó por nuestras regiones con rumbo a Occidente. Tan grande fue, que apenas dejó viva la cuarta parte de la población. Y digo que fue tal cual nunca se había oído hasta entonces; de las pestilencias de antaño que leemos en los libros, ninguna fue tan grande como ésta. Porque aquellas cubrieron una sola comarca, y ésta el mundo entero; a aquellas podía aplicarse algún tratamiento, a ésta ninguno.

Por tal razón fue inútil y vergonzosa para los médicos; tanto más cuanto que no se atrevían a visitar a los enfermos por miedo al contagio. Y cuando los visitaban no hacían por ellos casi nada y no recibían paga, porque todos los enfermos se morían, salvo algunos pocos que acababan por librarse madurando los bubones.

Muchos dudaban acerca de la causa de esta gran mortandad. En algunos lugares pensaban que los judíos habían envenenado el mundo, y los mataban. En otros que eran los pobres baldados, y los desterraban. En otros, que eran los nobles, y temían salir de casa. Por último llegaron al extremo de poner guardias en ciudades y aldeas, y a no permitir entrar a nadie a quien no conociesen bien. Y, si en poder de alguien se hallaban polvos o ungüentos se obligaba a sus dueños a tragárselos, por temor a que fuesen veneno...

Y yo, para evitar la nota de infamia, no me atreví a ausentarme; pero preso de continuos temores, me preservaba con remedios, como mejor podía. No obstante hacia el fin de la epidemia, me sobrevino una fiebre incesante con un tumor en la ingle. Estuve malo durante casi seis semanas, y en peligro tal, que mis compañeros creían que iba a morir; pero habiendo madurado el bubón y aplicándole tratamiento... me salve, por la voluntad de Dios”.

Este texto sabio y conmovedor pertenece a Guy de Chauliac (1300 – 1368); considerado el más talentoso de los cirujanos de su tiempo. Su vigencia persistió hasta fines del siglo XVII, a través de su obra Chirurgia magna, que incluye numerosos procedimientos quirúrgicos y una técnica con hipnótico inhalante.
Desde luego que Guy de Chauliac no sabia de roedores apestados, ni de Xenopsyllas, Pasteurellas o Yersinias; aunque sí sabía que sus pacientes baldados, nobles o judios no habían envenenado la tierra, que es un “saber” fraterno superior. Desde luego que sus aportes técnicos fueron superados por nuevas generaciones de cirujanos, que correrán con honor la misma suerte.
Pero su metodología clínica; su sensibilidad y compromiso con los pacientes; su ética generosa e incorruptible siguen siendo valores esenciales de la condición de ser médico. A esos valores aspiramos nosotros y nuestros alumnos. Bueno sería reflexionar con ellos, estas cuestiones en nuestros ateneos.

Por mi parte -desde los talones de Guy de Chauliac- he ensayado algunas reflexiones en las actividades de Educación Médica Continua que transcribo a continuación.

“La medicina es una forma particular de la solidaridad humana... un arte vincular... para incrementar sus beneficios y atenuar los daños que puede ocasionar, es necesario avanzar en la ciencia de nuestro arte.
El desarrollo continuo y permanente de la personalidad y el rol social del médico constituye el componente principal de nuestra práctica. Personalidad y rol social se fraguan en la historia personal del médico y en la circunstancias de su existencia; esos pilares cardinales no son transferibles directamente desde la actividad educativa, aunque ésta ha de abrirle amplios espacios.
Dos aspectos, que resultan indispensables en la persona del médico -y que Salamanca no presta- incluyen: el desarrollo de sus sentimientos sociales y la capacidad de transitar en la penumbra y el enigma sin violentar a las personas con teorías, dogmas o prácticas ritualizadas de recetas, exámenes y procedimientos.
Aspiramos a disponer, en cantidad y en calidad, de buenos médicos. Un buen médico, en tanto su tarea es ocuparse de personas, es a la vez un médico bueno, es decir una persona suficientemente buena.
Con disposición solidaria, calidad vincular y comunicativa, con cierto espesor y madurez en problemáticas humanas universales: amor, muerte, dolor, locura, discriminación; abierto a los dilemas éticos de la práctica cotidiana; activamente comprometido con los asuntos políticos y sociales implicados en el bienestar de la gente. Con un arte afinado en técnica y ciencia que ilumine sobre los procedimientos empleados y los resultados obtenidos. ¿Qué cobertura tiene las personas, sus familias y la población? ¿Está asegurada la continuidad de la atención? ¿Cuál es el efecto a corto, mediano y largo plazo de la prevención primaria, secundaria y terciaria? ¿Cuál es su efecto sobre la calidad de existencia de las personas y las comunidades?
Se trata de avanzar el arte médico (o arte en salud / enfermedad), que nunca deja de serlo, a un arte sostenido en comprobaciones”.

A. M. Ginés
21/VII/09

 

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