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Homenaje a Magel Costa

"Sólo soy un granito de arena"

En 1999, la organización internacional de ayuda humanitaria Médicos sin Fronteras recibió el Premio Nobel de la Paz. En Uruguay, una pediatra nacida en Florida trabajó con ellos. El 13 de abril, en el Sindicato Médico, se le realizó un merecido homenaje.

por Melisa Machado


Dra. Magel Costa: "Le diría a cualquier médico que tenga sentimiento de servicio, que vaya a una de esas misiones"

La primera vez que la pediatra Magel Costa, de 34 años, llegó a África, en noviembre de1992, estaba haciendo rea- lidad el sueño de su vida. De niña había dicho que quería "estudiar medicina para cuidar a los negritos", los que veía en los noticieros de la televisión y en las revistas. Magel era la única mujer en una familia compuesta por cinco hermanos y una madre divorciada. Era también, según sus palabras, la "preferida de mamá, la que se sentó en sus rodillas hasta los 25 años" y la que admiraba a su pediatra. Criada en un colegio de monjas no salió de Florida, su ciudad natal, hasta que se embarcó en el avión que la condujo hasta la provincia de Benguela, en Angola, África. Cuando llegó a la misión católica que le proporcionó refugio, sustento y trabajo, era una doctora recién recibida de 26 años que hablaba castellano e inglés y no conocía el idioma de la región: el portugués. Apenas aterrizó en suelo africano sintió "que estaba en casa; todo era como me lo había imaginado". Todo, menos los bombardeos que empezaron esa misma noche y que la tuvieron durante tres días a nivel del suelo. "No podíamos levantarnos para comer ni para ir al baño. Estaba como en un estado de shock, escuchaba caer las bombas, veía como desaparecía la casa de al lado, veía gente muerta en la calle pero pensaba que a mí no me iba a pasar nada", recordó. Durante esos días le ofrecieron volver a su país varias veces, lo pensó mucho pero finalmente decidió quedarse. "No podía irme; si lo hacía iba a ser una frustrada durante toda mi vida". Esa no fue la única vez que tuvo que enfrentar un bombardeo; un tiempo después, estando como jefa de la misión tuvo que "reducir personal" (enviar a sus ayudantes a un refugio) y quedarse sola para atender a las posibles víctimas. "En el momento uno se anima y aguanta pero después pensás en lo que pasó y te entra mucho miedo", contó.

En Angola conoció a integrantes de Médicos sin Fronteras, una organización que se originó en Francia hace más de 30 años y que funciona en 80 países. Así que trabajó con ellos y con la misión católica en el momento más álgido de la guerra. "Estar ahí era lo que siempre había querido hacer; de esa certeza sacaba la fuerza de espíritu para continuar". De buenas a primeras se enfrentó con la práctica de una medicina que no concordaba exactamente con lo que había aprendido hasta el momento en facultad y con un idioma, el portugués, que fue aprendiendo en sus intentos de comunicarse con la gente. Sin ser cirujana tuvo que amputar miembros gangrenados y enfrentarse con la frustración que le proporcionaba la escasez de organización, fuerzas y recursos. Ella y una monja de la misión católica eran los únicos médicos que atendían a los 10.000 refugiados de guerra que había en esos momentos en la provincia de Benguela. Era además la única mujer laica y blanca que había en los alrededores. Pero su condición no le generó ningún tipo de dificultades sino que, por el contrario, le abrió el corazón y la simpatía de las personas del lugar así como la de los jefes de las aldeas que, según ella, suelen ser "terriblemente sexistas con las mujeres de su propia raza".

Un año y medio después, luego de haber vivido un secuestro en Huambo (ver Noticias de agosto de 1995), en el que conoció a profesionales de distintas organizaciones de ayuda humanitaria, volvió a Uruguay, en diciembre de 1993, a "refrescarse la cabeza". "Cuando me bajé del avión con unas calzas negras, una camisa vieja que me habían dado las monjas y veinte kilos de más por haber comido todos los días una pasta de harina de maíz, mandioca, porotos y zapallo, mi madre que nunca vivió en la abundancia económica, se quería morir", recordó.

Tiempo de reconstrucción

Luego de un descanso en el país, volvió a África a trabajar con las ONG Médicos sin Fronteras, Save the Childrens y Oxfam (Oxford Family). Al poco tiempo de llegar contrajo malaria, amebiasis y fiebre tifoidea por tomar agua contaminada; "rebajé todos los kilos que había acumulado, estuve grave pero me recuperé", contó. Finalmente con Oxfam, organización dedicada al suministro de agua potable y letrinas, integrada principalmente por ingenieros sanitarios, se dedicó durante dos años a recuperar, desde el punto de vista de la salud, algunas zonas devastadas por la guerra en la provincia de Benguela. Para lograrlo trabajó junto con el Ministerio de Salud y se transformó en la coordinadora del Programa de Atención Primaria en Salud. "Uno puede pensar que los de allá no saben nada, pero la gente del ministerio conoce perfectamente el terreno en el que se encuentran y tiene perfectamente identificados sus problemas", opinó.


Dra. Magel Costa: "Estar ahí era lo que siempre había querido hacer; de esa certeza sacaba la fuerza de espíritu para continuar"

Con materiales donados como chapas de 'subcemento', portland y medicamentos construyó y puso en funcionamiento12 centros de atención. En los dos primeros meses logró erigir cuatro centros, al año ya eran ocho y a los dos años había cumplido con su objetivo. "Para trabajar en algo así no solamente hay que curar a los enfermos, sino que hay que saber programar y desprogramar radios porque se conocen los códigos de seguridad de Naciones Unidas y si hay una emergencia hay que modificar la frecuencia para que no haya interferencias. También hay que saber respetar las tradiciones del lugar; no hay que olvidar que allí uno es el raro, el extranjero y no se puede ir de crack o de héroe; hay que ser humilde y cargar bolsas de cemento como todo el mundo, ayudar a hacer el ladrillo de barro o empezar uno mismo a hacer las tareas porque la gente del lugar es un poco haragana. Si te ven pintando una pared, se acercan, no te dejan hacerlo y luego se ponen ellos a terminar lo que vos empezaste. Hay que coordinar todo, desde cómo se mezcla el cemento con arena para revestir hasta cómo se hace una letrina; también hay que saber cómo evacuar las aguas servidas, cómo se clora el agua y cómo hacer la prueba con reactivos para ver si es potable. Eso lo aprendí en una semana que estuve en Londres visitando la sede central de Save the Childrens y después corroboraba en los libros que me habían dado. En realidad nunca antes había agarrado una pala, pero son tantas las ganas de ver los resultados que las cosas salen bien".

Cada vez que la doctora Costa llegaba a una zona en la que tenía que levantar un centro cumplía con la rutina de solicitar el permiso correspondiente al Ministerio de Salud y luego se iba a hablar directamente con el jefe de la aldea. "Tú sabés que estás autorizada y que lo vas a hacer igual, pero no se puede pasar por alto a la gente, entonces me acercaba y les pedía que me dijeran todo lo que necesitaban. Los negritos -no lo digo en forma despectiva sino cariñosa- te tratan muy bien porque saben que les vas a dar todo lo que está a tu alcance. Lamentablemente son cien por ciento analfabetos; no saben lo que es la luz eléctrica ni el agua corriente, nunca vieron ni siquiera una revista o no conocen lo que es un helado, pero creen en ti y son sumamente amables y respetuosos. Te besan la mano, te agarran con las dos manos, te hacen reverencias. La primera vez que me agradecieron de esta forma me puse a llorar: les decía 'no soy nadie, no merezco tanto respeto'".

Al mismo tiempo que construía los centros entrenaba personal. "Allá no hay enfermeros así que entrenamos promotores de salud. Y al menos durante un año los medicamentos son llevados hasta allí por la organización que está a cargo".

Cada vez que se inauguraba un policlínico comenzaban a sonar los tambores, traían gallinas para guisar y "se armaba terrible fiesta".

"Lo más lindo de mi vida"

Mientras Magel Costa estuvo en África escribía a diario todo lo que le iba pasando. "El otro día lo leía y se me caían las lágrimas", contó. La etapa que vivió junto a Médicos sin Fronteras, en África, es "una de las épocas más lindas de mi vida. Le diría a cualquier médico que tenga sentimiento de servicio, que vaya a una de esas misiones. Eso sí, preferentemente en una zona que no esté en guerra. Ver cómo un niño que es casi un esqueleto entra a un centro y sale gordito es una experiencia impagable. En esos momentos no te interesa un sueldo ni nada".

El primer año que Costa estuvo en Angola no recibió pago por sus servicios. Vivía en la choza de la misión, comía allí y guardaba los 100 dólares que le habían dado en su casa en el bolsillo "por si acaso". Nunca lo pudo gastar porque el día que la secuestraron le robaron la mochila. Y allí estaban los 100 dólares. De vez en cuando las monjas le ofrecían dinero para comprarse una crema o un shampú pero ella nunca aceptó. Cuando empezó a trabajar con Médicos sin Fronteras pasó a ganar 800 dólares mensuales, pero "no era cuestión de dinero sino de servicio". Ella recomienda a quien desee participar que busque en Internet por 'ayuda humanitaria' y encontrará las organizaciones internacionales que tienen puestos vacantes en todo el mundo.

Actualmente vive en el sur de Chile, en Punta Arenas, y trabaja en una clínica particular de urgencia de pediatría y en un policlínico de un barrio marginal en el que atiende a adultos y niños. "Ahí veo de todo; es un poco continuar con lo de Angola porque en Chile la medicina está muy bien pero para los ricos. Hay pobreza y un altísimo porcentaje de desocupación y suicidios. Soy la única doctora para atender a unas 8.000 personas; veo a unas 25 por día".

Vive con su esposo, un piloto francés que conoció en África cuando traía en su avión equipos y medicamentos. Con él vivió muchos riesgos y aprendió francés. "Él me entiende perfectamente porque adora África y vivimos las mismas cosas. Él llevó el primer avión y fundó la primera misión. Ahora he llegado a una edad en la que tengo otros compromisos. Deseo tener hijos antes de mis 40 años y si los tuviera no los dejaría ni los llevaría conmigo. Hay misiones de desarrollo de Oxfam en los que hay cientos de hogares con niños. Los he visto y todos son expatriados con una tremenda inestabilidad emocional. Uno no tiene derecho a introducir un niño blanco en un mundo de personas de otra raza. Además siempre trabajé en el caos y la emergencia y ahora estoy en un período en que de volver quisiera que fuera a un sitio que no esté en guerra".

Este sueño también se volverá realidad: en febrero, Magel estaba en Punta Arenas cuando sonó el teléfono y una persona angloparlante le preguntó si estaba dispuesta a volver a África. Era la secretaria de una organización londinense que reúne datos de las personas que trabajan en ayuda humanitaria. Cualquiera puede afiliarse y en caso de catástrofe, las ONG eligen a los más idóneos y los convocan. Ella dijo que sí "prácticamente sin pensarlo" y después se dio cuenta que lo había hecho sin consultarlo con su marido.

El lugar que necesita sus servicios es Mozambique. A raíz del huracán Elaine, que afectó a más de 800.000 personas, Oxfam organizó un programa alrededor de Maputo, la capital, para solucionar el problema de las aguas contaminadas y las epidemias.

Aunque se trata de una emergencia, Costa respondió que sólo podría concurrir a partir del 10 de mayo. "Me dijeron que me esperaban y me dio alegría. No podía salir porque estaba preparando el último examen para recibirme de pediatra (prueba que salvó el mismo día en que se realizó esta entrevista) y además necesitaba un poco de tiempo para renunciar a mis trabajos, dejar mi casa y tomar la decisión de no ver a mi esposo por un tiempo. Por suerte Mozambique no está en guerra y mi esposo puede ir a visitarme un mes, durante sus vacaciones; él va a estar en Argelia trabajando como piloto".

Aunque lo extrañe, Costa sabe que no puede dejar la misión al menos durante los seis primeros meses y que el máximo lapso que puede quedarse es un año. "Es una sensación rara", dijo, "porque a pesar de que me preocupa mi esposo y lo extraño, en realidad, no me cuesta nada ir. Después de la llamada tenía una sonrisa. Decir que sí fue automático; fue el reflejo de algo parecido a una luz que tengo en el corazoncito, algo que se prende instantáneamente cuando me hablan de África".

Un día en África

"Cuando estaba en África no podía manejar salvo caso de emergencia. Es una reglamentación que trata de impedir accidentes. Tenía un chofer negro que se llama Gervasio que trabajaba con Save the Childrens. Solos, los dos, comenzamos la construcción de los 12 centros de salud. Me acompañó a todos los trabajos y le enseñé computación. Hace poco recibí un mail en el que contaba que se había casado y me mandaba una foto. Con Gervasio reconstruimos, para vivir, una casa abandonada que nos dio el gobierno. Había perdido las puertas y las ventanas y estaba quemada por dentro. Es común que los negritos hagan fuego adentro de esas construcciones abandonadas. Gervasio y yo la pintamos y pedimos permiso al gobierno para cortar unos eucaliptus para construir las aberturas. Nos ayudaron muchas personas de la aldea cortando la madera con machetes.

No teníamos cocina, sólo un 'fogarero': una especie de recipiente de chapa al que se le pone carbón. Tampoco teníamos agua, así que construimos un tanque de ladrillo y de cemento de 1.000 litros para juntar agua de lluvia. El agua de los ríos está contaminada y allá llueve durante seis meses y en los seis siguientes no. Clorábamos el agua de lluvia, la filtrábamos y la hervíamos. Jamás tomábamos agua que nos ofrecieran en una aldea, la llevábamos en botellas.

Nos levantábamos a las seis de la mañana, tomábamos un café, cargábamos bananas en el Land Rover y nos íbamos de recorrido por las aldeas. Durante la mañana visitábamos los centros en construcción y de tarde daba clases a los promotores de salud. A la vuelta, pasábamos por el mercado y comprábamos una gallina o pescado seco para la noche. A veces nos reuníamos con otros negritos de la aldea a conversar un poco y ellos hacían música con sus tambores".

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