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El otorrinolaringólogo: ese héroe olvidado

por Jorge (Cuque) Sclavo

Cuque Sclavo¿Por qué no existe una calle con el nombre del otorrinolaringólogo José Rodríguez?

Por qué jamás, en pleno campo de batalla, se oyó que John Wayne ordenase: ¡necesito un otorrinolaringólogo para este hombre! ¡Ya!

Por qué cuando Ricardo III ya está malherido y derrotado, Shakespeare le hace gritar: ¡mi reino por un caballo! ¿Un otorrinolaringólogo no le hubiese sido de mucho mayor utilidad? Por lo menos iba a saber mucho más de medicina. ¡Qué injusta es la historia con ellos! De no haber sido por un otorrinolaringólogo, Beethoven no hubiese llegado ni a la 5ª Sinfonía.

Empecemos por el principio. Cualquier niño convencional le dice a sus padres: cuando yo sea grande voy a ser cosmonauta, carpintero o corredor de Fórmula 1. Y yo me pregunto ¿cuántos son los niños excepcionales que le dicen a su madre: cuando yo sea grande voy a ser otorrinolaringólogo, guarda de ómnibus o voy a tocar la tuba en la Sinfónica del Sodre?

¡Estos pobres especialistas han sido atacados hasta en la nominación de su propia actividad profesional! A un traumatólogo jamás se le llama trauma, a un hematólogo jamás se le dice hema, ni a un oncólogo onco. Entonces ¿por qué se toman la libertad de llamar otorrino al otorrinolaringólogo? ¿Por qué lo apocopan como si fuese el pichicho de la familia médica? (Dicho sea de paso, el único Otorrino que conozco era el notable músico italiano Respighi y fue uno de los oídos privilegiados de la historia de la música).

Por otra parte, así como un psicoanalista bucea en los abismos más profundos y hasta desagradables de la mente humana, el otorrinolaringólogo debe toparse con tremendas y asquerosas excrecencias de nuestra humanidad, tales como los mocos y los tapones de cera. Ya desde niño, cada vez que me atendían estos profesionales yo imaginaba que dentro de ellos debía habitar un arqueólogo, un afanoso hurgador a la búsqueda de nuestros secretos más esenciales así como también un artesano alfarero de nuestras secreciones. Cuando un otorrinolaringólogo nos mira es como si nos explorara externamente ojos, oídos, nariz y garganta. Quizá por esa causa, imagino también que muchos de ellos han quedado solterones, porque las mujeres no pueden resistir su mirada inquisitiva. Les parece que están continuamente atentos a sus mucosidades, a los posibles vestigios de vegetaciones que puedan detectar en su habla, a la mínima rascadita de oreja, por coqueta que sea.

Seguramente se deberá a ello también que en ningún teleteatro, el médico buen mozo, alto, canoso y tostado del cual está perdidamente enamorada la dueña de la boutique (ex cantante de ópera hasta que quedó embarazada de su hija Andrea, enferma del corazón, quien además está secretamente enamorada del médico que la llevará a operar a Birmingham, ignorando que éste es, en realidad, su padre) sea otorrinolaringólogo. Un otorrinolaringólogo jamás será campeón de tenis, alto, tostado y canoso. No. Será el novio de la cocinera, trabajará medio tiempo en una mutualista, manejará un taxi y tendrá una cobranza de tiempo libre para el Club de Criadores de Perros Ovejeros Alemanes. Como las telenovelas son cosas del corazón, allí los médicos son solamente cardiólogos y especialmente cirujanos. Además, como nuestra Facultad de Medicina aún no ha globalizado suficientemente su educación, un otorrinolaringólogo todavía no está capacitado para hablar en español con acento caribeño y dicción porteña ajustada al sincrolabial del doblaje del portugués que exigen dichos teleteatros. Por eso, siguiendo con el argumento del que nos ocupa, el otorrinolaringólogo siempre se pierde a la madre operática, a la hija histérica y a su ex amigo cirujano a quien matan por equivocación unos narcotraficantes asiáticos en el aeropuerto de Dallas. Al final, la hija histérica se hace cantante de rock, la madre operática muere (de una operación, claro) y el otorrinolaringólogo se compromete con la cocinera (que era la verdadera cantante de ópera, pero que cantaba detrás del telón). Ambos venden el taxi, ponen una parrillada en New Jersey y ella canta tangos acompañada por el bandoneón de Jaurena, y su marido en guitarra. Triunfan hasta que los mata una pandilla colombiana confundiéndolos con porteños. Pero es tanta su fama que, a su muerte, en una pequeña plaza de Queens le erigirán un busto: AL OTORRINOLARINGÓLOGO JOSÉ RODRÍGUEZ. Oído, nariz y garganta de la Humanidad.

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