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Federico García Lorca: cien años de vida

«La tristeza que tuvo tu valiente alegría»

Congresos internacionales, ediciones conmemorativas, puesta en escena de sus obras teatrales, inauguración –con presencia real– de museos, fundaciones y bibliotecas, y aun la aparición de nuevos sitios en Internet dedicados al poeta granadino, indican que, en España, este será «el año Lorca».

por Ana Inés Larre Borges

Hace cien años –en plena guerra España-Cuba, en el mismo año que dio nombre a la generación de Machado, Azorín y Unamuno– nacía el 5 de junio de 1898 en Fuente Vaqueros, Federico García Lorca. El furor de los homenajes que hoy ocupa también la agenda cultural de este lado del Atlántico, celebra entonces el nacimiento del poeta, y no su muerte. Después de tantos años de recordar esa muerte que fue un asesinato, de asediarla y esgrimirla como el crimen más atroz y emblemático del franquismo, acaso ha llegado el momento de rescatar a Lorca, poeta de la vida, de la sufrida, interminable, necrológica a que lo condenó el crimen de Granada.

«En Federico todo era inspiración y su vida, tan hermosamente de acuerdo con su obra, fue el triunfo de la libertad.» Estas palabras del poeta Jorge Guillén –a quien tantos piensan equivocadamente como lejano a Lorca– pueden ser una clave para redimir a este poeta vitalísimo y audaz de la negrura de su muerte. Como en la canción de Joan Manuel Serrat, ha llegado quizás el tiempo de desenclavar a este «Cristo de los gitanos» de la cruz donde lo colocó el asesinato político y reencontrarse con la libertad de sus versos.

En pocos poetas como en Federico García Lorca el eterno conflicto de la vida y la obra ha provocado tantos malentendidos. Desde sus detractores que no han dudado en aducir que su fama debe más a su trágica muerte que a su obra o lo han sindicado como un poeta apenas regional –«un andaluz profesional» dijo de él maledicentemente Jorge Luis Borges–, hasta sus devotos que amasan su martirio y han mistificado la lectura de sus versos en busca de premoniciones y huellas de una supuesta vocación mortuoria, a Lorca se lo ha leído desde el prejuicio. Menos vanamente folclórico que audazmente popular, Lorca fue un poeta de fama mucho antes de su muerte. Fue además un ser complejo y escindido, difícil de simplificar con etiquetas y poco apto para manipulaciones. Ni un apolítico como se ha pretendido, ni un dócil cuadro de partido alguno. En su monumental y admirable biografía Ian Gibson ha tiempo demostró que Lorca estuvo comprometido con la República, pero también que rehuyó siempre la disciplina partidaria y sintió el horror de la guerra más allá de ideologías: ni víctima incauta, ni héroe guerrero. El asesinato de Lorca fue parte de la represión atroz que se desató en Granada en contra de quienes se sabía eran republicanos. Si esa muerte estuvo rodeada de miserias morales –delación, traiciones, desprecio, brutalidad, cobardía–, menos que singularizar su caso, son testimonio del destino que compartió con otros tantos seres anónimos, víctimas como él de esos tiempos de la infamia.

¿Quién te vio
y no te recuerda?

La poesía española mantuvo como pocas en este siglo su arraigo a un lugar. Si Machado fue el poeta de Castilla, los jóvenes del ‘27 supieron también conservar la tradición de su tierra en diálogo con la vanguardia y la aspiración a un moderno universalismo. En Alberti fue el mar, la luz del Mediterráneo en Guillén, lo gitano en Lorca. Hubo en Lorca asunción de la tradición andaluza, pero también rebeldía hacia los aspectos más conservadores y estáticos de esa tradición. «Yo creo que el ser de Granada me inclina a la comprensión simpática de los perseguidos: del gitano, del negro, del judío, del morisco que todos llevamos dentro» –confesó en una carta–. Como todo en su vida, la relación del poeta con su tierra fue apasionada, compleja y conflictiva. Granada fue para Lorca paraíso e infierno. Cuna de su poesía popular y raíz de su seducción personal, fue también experiencia de soledad, de enfrentamiento con la estrechez de miras y el conservadurismo provincianos. Si de ese lado andaluz provenía la simpatía desbordante y el ánimo con que –siempre al piano– hipnotizó cantando canciones populares a audiencias de Cuba, Nueva York, Buenos Aires y Montevideo, también hubo de enfrentar la opresión de los prejuicios que venían incorporados a la tradición, los que delató en su teatro, los que se desataron con odio cuando su muerte. Contra esa complacencia reaccionaria y malamente tradicional se rebeló, todavía adolescente, junto a sus amigos artistas del Rinconcillo y con ellos trabajó por un granadismo universal, en la ilusión de conciliar modernidad y tradición.

Esa ambivalente pasión por su tierra tuvo su correspondencia en el desgarrado padecer entre sus afectos de infancia –el amor a sus padres– y el amor oscuro de su inclinación homosexual que debió mantener oculto. Si la homosexualidad de Lorca fue hasta hace poco tema tabú entre la crítica, es fácil imaginar el peso que significó el secreto para el poeta en la sociedad más intolerante y represiva en que vivió. «Su mayor angustia era el miedo de que sus padres descubriesen que era ‘invertido’», ha señalado Marcelle Auclair. Esa lucha entre dos formas de amor que dibujan su vida, dio también alguno de los puntos más altos de su poesía, desde la Oda a Walt Whitman hasta los Sonetos del amor oscuro. En 1937 Jorge Guillén a quien Federico se los leyó escribía: «Si esa obra no se ha perdido, si para honor de la poesía española y deleite de las generaciones hasta la consumación de la lengua, se conservan en alguna parte los originales, cuántos habrá que sepan, que aprendan y conozcan la capacidad extraordinaria, la hondura y calidad sin par del corazón de su poeta». No se perdieron, pero sí se mantuvieron ocultos hasta la década del ochenta, más de cuarenta años y una eternidad de dictadura franquista debieron transcurrir para que ocurriese esa tardía imposición de la voz y la libertad del poeta.

Cante jondo
y surrealismo

Hoy que Federico García Lorca es un clásico, que es permanente la representación de sus obras teatrales y se lo enseña en los liceos, todavía surgen revelaciones que cambian nuestra mirada sobre su poesía y lo preservan del museo. La prensa madrileña daba reciente cuenta de las protestas del sobrino del poeta, y director de la Fundación Lorca, ante las ponencias que, en un congreso, lo reivindicaban alternativamente como un precursor del movimiento gay o un adalid de la identidad andaluza. «Lorca es más que eso», concluyó indignado. Destino de los clásicos, proveer las lecturas que cada tiempo, cada generación espera de ellos. Admitirlo no sólo previene el escándalo sino que relativiza irónicamente cualquier interpretación, en la certeza de que será esencialmente provisoria.

Acaso Federico García Lorca sea un poeta equívoco, destinado a desconcertar a los lectores. Los mismos versos que encantan a adolescentes porque lo encuentran claro sirven de ejemplo a un teórico como Hugo Friedrich para demostrar en su libro Estructura de la lírica moderna, que su poesía quiere alejarse de lo cotidiano y normal, se acerca al hermetismo y busca «el extrañamiento con el lector». Es que el lirismo de Lorca ha permitido edificar múltiples teorías. Se lo ha postulado sucesivamente como poeta social, libertario sexual, poeta de la identidad y como surrealista. Ninguna de estas interpretaciones es arbitraria, pero ninguna alcanza tampoco a dar cuenta de la verdad y la belleza de sus versos. En las Canciones, en el Romancero Gitano, en el Llanto por Ignacio Sánchez Mejía, en Poeta en Nueva York, Lorca evoluciona en permanencia. Aspiración de cualquier poeta es la de alcanzar una voz reconocible. Hallazgo de pocos, lograr que el lector comprenda la poesía sin ser capaz, en cambio, de explicar el poema. Porque «el poeta comprende/ todo lo incomprensible... Sabe que los senderos/ son todos imposibles/ y por eso de noche/ va por ellos en calma...».

¿Son traducibles, a pesar de su musicalidad, de su popularidad, de las supuestas claves surrealistas estos versos del Romance sonámbulo? No, seguramente, pero nadie pediría una explicación:


Verde que te quiero verde.
Verde viento. Verdes ramas.
El barco sobre la mar
y el caballo en la montaña.
Con la sombra en la cintura
ella sueña en su baranda,
verde carne, pelo verde,
con ojos de fría plata.
Verde que te quiero verde.
Bajo la luna gitana,
las cosas la están mirando
y ella no puede mirarlas

¿Y los versos desgarrados de Poeta en Nueva York?

Amigo:
Levántate para que oigas aullar
al perro asirio.
Las tres ninfas del cáncer han estado bailando,
hijo mío.
Trajeron unas montañas de lacre rojo
y unas sábanas duras donde estaba el cáncer dormido.
El caballo tenía un ojo en el cuello
y la luna estaba en un cielo tan frío
que tuvo que desgarrarse su monte de Venus
y ahogar en sangre y ceniza los cementerios.

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