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¡A desesperar, a desesperar!

Por Jorge (Cuque) Sclavo

Esperar es, sin duda, uno de los oficios más duros de aprender. Salvo que Ud. sea uruguayo. Un oriental es un esperador nato.

Ya nace con un tratado bajo el brazo que le enseña que Todo, inevitable e ineluctablemente, siempre será Un Poco Más Tarde. Tanto más importante sea el motivo de la reunión, mayor será la espera. Desde el cuatro-cuatro-y-cuarto pasando por ese vaguísimo de por-ahí-las-cuatro, hasta el trágico nos-vemos-entre-las cuatro-y-las cinco. Será por eso que siempre me resultó pretencioso, y hasta risible, el que alguien bautizase a cualquier cosa uruguaya con el título de Encuentro ya fuese un Congreso o una agrupación política.

Así como no hay un parto que sea igual a otro, no existe una espera similar a otra. Establezcámoslo desde el principio, aunque más no sea como una mera hipótesis de trabajo. Por ejemplo: una cosa es esperar a otro/a, ya sea un amigo o la Amada en un boliche y otra en 18 y Andes, en pleno invierno agarrados a una columna para que no nos lleve el viento. Y esperar en un boliche es tan angustioso como peligroso. Desde la mesa uno mira hacia la puerta, creyendo siempre que es Ella la que está llegando. Pero ahora, con los aritos, los pantalones y las colitas, todo se ha hecho tan confuso que es muy fácil que nos clavemos y nos liguemos más de una equívoca situación con un compañero de sexo. Y si encima, Ella llega justo en ese momento y ve la escena, lo más seguro es que no volvamos a verla nunca más. Por eso es que, en los boliches, los hombres solos juegan a sacar esos absurdos papelitos de sus bolsillos donde hay números de teléfono sin nombre y las mujeres, a la imposible cuanto ardua tarea de ordenar sus carteras. Tanto así, que cuando llegamos (¡tarde!) a su mesa llena de esmaltes, cigarros y gorritos para la lluvia más se parece a la de un ambulante de 18.

En cambio, en la sala de espera la cosa adquiere otro sentido. Es un lugar especializado, acondicionado para su tarea específica. Es un teatro donde escenario y actores concuerdan. Una sala de espera es un espacio funcional donde un grupo de personas convive sus más diversos dramas leyendo las mismas viejas revistas. Como los consultorios están llenos, generalmente se produce tensión, porque nadie sabe quién fue el primero en llegar. Quienes tienen experiencia saben que esto es una falacia y que en los consultorios, como en tantos otros lados, se cumple la evangélica verdad de: los últimos serán los primeros. No obstante estas acotaciones, el ambiente de la sala puede distenderse. Suelen concurrir allí visitadores médicos, seres que, por su naturaleza lúdica frente al dolor, cuentan chistes, reparten muestras gratis y logran armar ese ambiente particular que adquiere un 121 cuando llega al Obelisco y suben todos los posibles ambulantes montevideanos. Si a ello se le agrega que el facultativo es un melómano y ha instalado allí música de FM, no será extraño que aquello, muy pronto, degenere en un ambiente festivo que favorezca el movimiento de la gente y todos sus pies se agiten al ritmo de la cumbiamba.

–Al finado mi esposo le encantaba la música tropical.

–A mí también, señora.

–No me diga. Y ¿Ud. por qué viene a ver al Dr.?

–Por un problema de vesícula. Parece...

–Mi finado marido también... Venía...

Un niño busca rellenar su ausencia de figura paterna en nuestras mejillas y solapas derramándonos un helado sobre ambas. A su vez abre una enorme boca como para tragarnos al mejor estilo Moby Dick.

–Sabe señor, lo traje por las amígdalas. ¡Abrí bien, nene! ¿Las ve bien? ¿Ve esos puntitos blancos? ¡Mire bien! ¡Están infectadas! ¡Qué asco! ¿A Ud. nunca se las operaron?

–No. Ya estoy un poco crecido.

–No crea. No hay edad para eso. Se le pueden agrandar. Y dicen que es peor operar de mayor. Perdone señor. ¡Señorita! ¡Esa joven que entró, llegó mucho después que yo!

–Señora: esa chica sacó hora hace como dos meses. Además viene de afuera, de Bañados de Medina.

–¿De afuera? ¿Le parece señor? Esa chica tenía una facha de pizpireta. Vaya a saber qué es lo que viene a revisar con el médico. Hoy la juventud!!!

Un señor muy afable, de bigotes blancos y bastón oscuro se me acerca:

–Venga amigo. No le aguante más la prosa a esas viejas. Al final somos los únicos hombres que hay aquí.

El bigotón, alto, curtido, rosadito como de vino, es de Flores. Si bien no conozco mucha gente de allí, tengo amigos y el veterano es simpático. Hablamos de muchas cosas: de las infamias de que Flores no existe según Figares, de que yo creía que a Trinidad la armaban como si fuese una escenografía para cuando aquella época en que pasaba la ONDA por allí, de lo que le hacía reír a Mario Arregui el escritor el que yo imaginase cosas como esa, del tiempo que trabajé con Hogue el caricaturista, también de sus pagos.

–¿Guerriero? ¿Horacio? Bueno... al fútbol. Pero por suerte le dio por el dibujo. Y allá era bancario ¿sabía?

En un rato el alegre veterano me contó toda la historia de Flores hasta que lo llamó la secretaria y nos despedimos.

–Me olvidaba m’ijo. Por lo de la vesícula no se preocupe. A lo mejor son cálculos, pero se opera. Eso sí. Un poco doloroso. Pero es un tiempo nomás. Porque mire m’ijo lo que hacen estos cuchilleros es abrir, después le revuelven un poco y... ¡Y caí! Cuando desperté en la camilla del médico me reanimé. No sé si fue una cosa que me hicieron oler o la mirada dulce de la secretaria.

Al salir del consultorio la veterana aquella del nene de las amígdalas, al verme pasar, murmuró:

–Hay gente que no sabe qué hacer con tal de no esperar y hacer la cola. ¡Qué vergüenza!

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