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La incomplaciente
espera del paciente que espera

 

POR JORGE (CUQUE) SCLAVO

Soy paciente. Y así me lo he preguntado durante toda mi vida. ¿Por qué me llaman así? ¿Qué quiere decir paciente? ¿Paciente quiere decir que padezco o que me aguanto? Además ¿cómo saben qué es lo que padezco? Al fin de cuentas es la primera vez que vengo a visitar a este médico. Puede suponerlo, es claro, pero eso es poco científico. ¿Acaso este medicucho de morondanga, sin haberme visto siquiera por única vez, puede presumir que yo sea un hipocondríaco? ¿Quién dice que este hombre no sea un paranoico y que se imagine perseguido por pacientes imaginarios? Porque quizás esté, por qué no, aburrido de su profesión, o quizás peor todavía, a lo mejor jamás deseó ejercerla y, si la siguió, fue simplemente por la presión de su madre quien siempre quiso ejercer la medicina y se pasaba destripando las muñecas de sus primas hasta que intentó hacerlo con una primita suya, y por causa de ello la internaron por varios años. Fue allí donde conoció al padre de este médico al cual espero en esta sala de consulta. Dado sus antecedentes familiares, estoy seguro de que mi médico me espera allí, agazapado entre las sombras. Allí, rodeado de biromes, muestras y agendas con que los laboratorios convencen a los médicos de que no deben abandonar esa profesión, porque si no qué harían ellos con todos esos objetos y con todos los visitadores médicos, quienes, sin ese empleo, sin rumbo por las calles, andarían cantando por los ómnibus valses peruanos, disfrazados de indios ecuatorianos, dejando las farmacias transformadas en herboristerías.

Termino este chicle y medito sobre el destino de este médico que me ha tocado. Tal vez sea un tipo que equivocó su vocación. A lo mejor lo que hace, en realidad, es fabricar cerámicas en el baño del consultorio. Y mientras lo hace, fuma compulsivamente para reprimir ese asco incontenible de atenderme a mí. Ya he oído de innumerables casos como el suyo. Tuve conocimiento, por ejemplo, de un urólogo que para eliminar esa fobia practicaba la guitarra electrónica. Dicen que logró que en su consultorio se congregasen reuniones danzantes tales que consiguió conmover a franjas de adolescentes que hasta entonces no lo frecuentaban. Cuando se dio precisamente esa fama que obtuvieron las reuniones danzantes en su consultorio, según sus biógrafos, comenzó a tomarle cariño a su disciplina al punto de presentar trabajos trascendentales como: UNA TERAPIA PARA LOS CONDUCTOS DE LAS PIRÁMIDES DE MALPIGHI A TRAVÉS DE UNA DISCOGRAFÍA 1967-1971 DE LOS ROLLING STONES. Este se constituyó en uno de los dos puntos álgidos del encuentro en un importante congreso médico en Ottawa. El otro fue la decisión sobre la sede del próximo congreso, como siempre sucede.

Este tipo de médicos no es casual. Existen casos, algunos más o menos curiosos, tales como el de un traumatólogo que tallaba barcos en miniatura y que logró una réplica tan bella y realista de la batalla de Trafalgar que le ocupó no sólo el baño sino hasta el consultorio. Sus propios pacientes cuentan que se involucraron de modo tal con su batalla naval que hasta ellos mismos le traían sus propios soldaditos de plomo (uno de ellos, tiernamente, hasta le amputó un brazo al Almirante Nelson y le prestó su ojo de vidrio). Su enfermera cuenta que cuando lo veían al doctor muy angustiado, hasta le traían sus radiografías y se las examinaban ellos mismos y se recetaban entre ellos sus pases a cirugía. No está comprobado, todavía, pero se dice que existen un par de placas de exitosas operaciones de cadera y un video sobre una brillante intervención de lumbares. Atraído por ese mundo maravilloso y metido en la magia de la ciencia le comento a la enfermera:

-Cómo tarda el doctor. ¿Cuál es su hobby?

-¡No me diga que usted conoce al doctor Gurméndez!

-No, señorita. Pero escúcheme, aquí el que hace las preguntas soy yo. ¿Cuáles son sus hobbies?

-Los hobbies del doctor son: la jardinería y la pesca submarina.

Al oír estas últimas palabras comprendí el porqué del agua que brotaba por debajo de la puerta del baño del doctor. Seguramente estaría sacándose el traje de rana, tal cual James Bond y debajo de este seguramente tendría oculta su túnica y su corbata. A lo mejor estaría luchando contra un pez espada o un Tiburón III o rescatando alguna tortuga indefensa de sus ecológicos criminales.

Finalmente, el agua cesó. Pasó un rato. Y allí seguía sentado yo, cuando se me cruzó la macabra idea de la jardinería de la cual me había hablado la enfermera.

Los pacientes anteriores habían entrado al consultorio pero yo no los había visto salir de allí. ¿Cuál era el misterio? ¿A dónde habían ido? ¿Existiría otra salida? ¿No existiría un jardín secreto o pasadizo por el cual se accediera a una escalera secreta por donde se tuviera acceso a lugares temibles, con el fin de excretar a las víctimas como yo, hacia un lugar donde Gurméndez las ejecutaba bajo la inocente orden del SM?

¿No sería yo, este pobre escritor, su próxima víctima? Cuando la enfermera me llevaba hacia el consultorio de Gurméndez me dije:

«Los médicos no están tan acostumbrados como nosotros los escritores a exhibir sus propios errores.

Y mucho menos aun dentro de su propia Revista. Ellos, generalmente, los entierran».

Fue entonces que caminé, resignadamente, hacia el consultorio de Gurméndez.

A que me atendiese. Pacientemente.

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