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Testimonios

Doctor Jorge Lorenzo

(Neuropsicólogo)

 

Una aureola mítica

Yo conocí a Gomensoro en 1974.

Recuerdo esa fecha con exactitud porque fue cuando ingresé como estudiante interno en el Instituto de Neurología; además, fue el último año que estuvo Román Arana. Era una circunstancia particular porque Gomensoro ya tenía una brillantísima trayectoria personal y académica. Y yo era un pibe que ni siquiera era médico.

Yo me había decidido a hacer Neurología. Había una brutal diferencia no sólo de edades, de conocimiento, de jerarquía. Estábamos en los dos extremos. Era un momento muy particular del Instituto, porque él, que era extraordinario, integraba un brillante equipo de neurólogos (a los cuales no quiero nombrar porque puedo olvidarme de algunos), un grupo espectacular, con un nivel de Primer Mundo.

Gomensoro dirigía un equipo que todavía existe hoy, había establecido vinculaciones importantes con universidades norteamericanas y los trabajos del equipo se publicaban a nivel internacional. Así fue que lo conocí. Yo ya tenía referencias de Gomensoro, de sus dotes de médico, de clínico, de médico en primer lugar y de neurólogo en segundo lugar. Porque todos esos neurólogos químicos habían sido antes muy buenos médicos. Toda esa gente tenía un nivel muy particular.

Gomensoro tenía una aureola mítica, de la cual yo sabía, posiblemente porque mi padre era un viejo médico.

Sabía que Gomensoro era un humanista, un hombre con profundas convicciones universitarias, un demócrata libertario que había estado en la guerra de España.

Frente a toda esa imagen te encontrabas con un hombre chiquito, para nada estridente, muy bien atildado, que intervenía en los ateneos, en las actividades científicas, pero que no era una prima donna, en un lugar donde todos tenían mucho éxito.

Hay algunos detalles mínimos que recuerdo con mucha fuerza. Tenía mucha precisión en el lenguaje, hablaba muy concisamente, espaciado y con mucha claridad.

Tal vez alguien que lo conozca más que yo puede diferir conmigo, pero creo que él hacía una clínica muy simple, que a partir de la experiencia simplifica la técnica neurológica. Un examen neurológico puede llevar desde veinte minutos hasta tres días, y él iba a tres o cuatro cosas esenciales y con esas ayudaba al paciente.

Es posible imaginarse que entre todos esos capos y yo, solamente un practicante interno, no había mucha oportunidad de relación. Yo estuve un año y medio en el Instituto, y después me echaron por omisión de Declaración Jurada de Fe Democrática. Tuve que hacer un posgrado fuera del Instituto y no podía elegir como cargo el trabajo allí.

En esa época sucedió que siendo unos cuantos meses practicante interno, se habían coordinado mal las licencias, y la policlínica neurológica, donde yo me estaba desempeñando, quedó vacía. Yo apenas sabía las cosas básicas y muy tradicionales. Entonces llegó un paciente con algo simplísimo en Neurología pero yo no sabía cómo resolverlo. Llamé al Instituto, y pedí que viniera algún grado 2, o algún jefe de Clínica a darme alguna mano. Pero en el Instituto pasaba lo mismo con las licencias y no había nadie. Fue entonces que bajó Gomensoro y yo quedé seco de tenerlo enfrente ocupándose de ese caso. Después supe que esto no era excepcional, porque él andaba siempre en la vuelta. Me explicó sobre el paciente, me dio una clase magistral sobre parálisis radial, y aunque me da vergüenza decirlo, yo no sabía qué hacer con eso. Me enseñó las dos o tres maniobras básicas que hay que hacer con esos casos y en ningún momento se preguntó dónde estaban los grados 2, 3, o por qué él tenía que estar atendiendo ese caso, lo hizo con una sencillez extraordinaria.

Bastante tiempo después lo vi dirigiendo el equipo de Parkinson, veía pacientes, aconsejaba, hacía las tareas propias de dirección.

Siempre con mucha parsimonia, con una actitud muy contenida y muy respetuosa, con mucha atención. Gomensoro levantaba la cabeza, ponía la mano debajo de la pera, y quedaba con la cabeza semiextendida, con una expresión de profunda atención, mientras la gente hablaba, fueran alumnos o pacientes.

Terminada la policlínica de Parkinson, me recomendó una larga bibliografía que yo debía leer. Me decía: «Lorenzo, ¿leíste el artículo tal y cual que está en tal lado? Tenés que leerlo, andá a buscar en tal lado y después tenés que leer...». Entonces paraba y me decía: «Decime Lorenzo, vos trabajás además, ¿no?». «Sí, profesor, trabajo» –le decía yo–. «Y ¿qué hacés? ¿dónde trabajas?» «Bueno soy médico suplente de varias policlínicas.» «Así que debés andar todo el día dando vueltas... ¿Tenés tiempo para leer? Mejor leéte el primero que te dije, porque para los otros no vas a tener tiempo.»

Es sólo un ejemplo de algo fundamental en él: su capacidad de ponerse en lugar del otro.

Un tercer recuerdo: yo me lo encontré circunstancialmente en las escaleras del Hospital de Clínicas cuando lo echaron. Tenía una mezcla de indignación y pena tremenda. Siempre tuve la sensación de que se acababa de enterar que lo habían echado. Y me repitió tres veces que no lo dejaban entrar, porque mientras se le hacía el sumario se le impedía la entrada, aunque creo que a él le impedían el ingreso definitivo al Hospital.

Esto es lo que te puedo decir, lo demás lo dirán otros que lo conocieron mejor que yo. Después de recibirme de neurólogo, seguí consultando muchos paciente con él, ya fueran de mutualista o particulares. Cuando tenía alguna dificultad de diagnóstico, siempre fue una de las personas a la que acudí, por su capacidad de tranquilizar, no solamente al médico, que no sabía bien qué tenía el paciente, sino al propio paciente.

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